Questo articolo è disponibile anche in:
Italiano
Inglés
Español
Portugués
Querido Padre Angelo,
buenos días, yo también, como los demás, me pregunto mucho sobre el tema de la penitencia.
En el largo camino de conversión, en un determinado momento la presencia del Señor en la oración se hizo cada vez más viva y «tangible». Entonces el deseo de orar se convirtió en una necesidad continua que sólo se aplacaba con la oración.
Al no poder encerrarme en una ermita, teniendo compromisos como esposa (de un hombre santo) y médico, gracias al Señor logré encontrar espacios de tiempo y lugares inesperados para apaciguar esta necesidad.
En este camino conocí a algunos santos, en particular a santa Teresa de Ávila y a santa Verónica Giuliani. En sus escritos encontré respuestas claras a muchas preguntas sobre la oración que me dieron paz y luz.
La cuestión, sin embargo, es la siguiente: en lo que respecta a Santa Verónica, ¿por qué tantas penitencias corporales? Se la llama la “mística del sufrimiento”. Entiendo la conexión entre sufrimiento y mística. Sé que en el ápice de mi dolor encontré y encuentro a Cristo. Acepto con alegría las dificultades, los malentendidos, los peligros, las cruces diarias, que son muchas, todo con el propósito de la Gloria de Dios.
Pero (como le escribieron otros lectores) no puedo comprender todos los tormentos a los que esta mujer, Verónica, sometió su cuerpo mientras que en la alegría y el amor hacia Jesús la comprendo y me siento como una hermana. Creo que este es un punto importante.
A menudo, al leer a estas santas místicas, tuve la percepción de encontrar finalmente a alguien que hablaba «mi idioma» en un país extranjero. Sin embargo, la constante búsqueda de Verónica del sufrimiento físico, debo decir la verdad, me perturba un poco. Le pido una llave para abrir esta puerta.
Gracias por escuchar,
Daniela
Respuesta del sacerdote
Querida Daniela,
1. En estas santas el deseo del sufrimiento físico, humanamente incomprensible, nació de un amor tan grande y apasionado a Nuestro Señor, que quisieron corresponder al amor que él nos tenía a nosotros con la misma intensidad y del mismo modo.
2. Puesto que Cristo nos amó dando su vida por nosotros y abandonándose al sufrimiento para la expiación de los pecados, también estos santos desearon poder amarlo en la misma onda.
3. Me limitaré a mencionar dos: San Francisco de Asís y Santa Teresa del Niño Jesús.
Dos años antes de su muerte (estamos en 1224) San Francisco se dirigió así al Señor: “Señor mío, Jesucristo, te ruego que me concedas dos gracias antes de morir: la primera es que, en mi vida, sienta en mi alma y en mi cuerpo, en la medida de lo posible, ese dolor que tú, querido Jesús, sentiste en la hora de tu amarga pasión.
La segunda es que sienta en mi corazón, en la medida de lo posible, ese amor extraordinario con el que tú, Hijo de Dios, te inflamaste al soportar voluntariamente tanto sufrimiento por nosotros pecadores”.
Ese día recibió, por primera vez en la historia, los estigmas de la pasión de Nuestro Señor.
4. Sabemos también que repetía muy a menudo la siguiente oración: “Te ruego, Señor, que la fuerza ardiente y dulce de tu amor absorba mi mente y mi corazón de todo lo que hay debajo del cielo, para que pueda morir por amor de tu amor, como te dignaste morir por amor de mi amor” (Absorbeat, quaeso, Domine, mentem meam et cor meum ignita et melliflua vis amoris tui ab omnibus quae in mundo sunt; ut amore amoris tui moriar, qui pro amore amoris mei dignatus es mori”.
5. Acudamos ahora a Santa Teresa del Niño Jesús. El deseo de sufrir fue una gracia recibida con ocasión de la primera Comunión.
Escribe: “Al día siguiente (…) sentí surgir en mí un gran deseo de sufrir, y al mismo tiempo la íntima convicción de que Jesús me tenía reservado un gran número de cruces. Y me sentí inundada de tan grandes consuelos, que los considero como una de las mayores gracias de mi vida.
El sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un hechizo que me fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había sufrido sin amar el sufrimiento; a partir de ese día, sentí por él un verdadero amor.
Sentía también el deseo de no amar más que a Dios y de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía estas palabras de la Imitación: «¡Oh, Jesús, dulzura infinita, cámbiame en amargura todos los consuelos de la tierra…!» Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla, no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo…” (Historia de un alma, 113).
6. Con ocasión de su confirmación recibió otra gracia: la fuerza para sufrir. Es un amor aún mayor al soportar el sufrimiento.
“Poco después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para la confirmación. Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor. (…).
Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo… Me alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este sacramento…
Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb…
Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi alma…
Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi alma» (Ib., 114).
7. El 9 de junio de 1895 a la edad de 22 años se ofreció al amor misericordioso de Dios aceptando cada acontecimiento con un corazón lleno de amor para que Dios diera su gracia y tuviera misericordia de todos, especialmente de los pecadores y encendiera a su alma.
Escribe: “Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla.
«Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas…? ¿No tendrá́ también necesidad de ellas tu amor misericordioso…? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito…
«¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que, si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumarías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti…
«Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, pues tu misericordia se eleva hasta el cielo…! «¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor…!» (Ib., 238).
En ese día, que ella llamará feliz, le pareció que el amor la penetraba, la envolvía y la purificaba en cada momento hasta el punto de no dejar en ella huella de pecado y así entrar directamente al cielo sin pasar por el purgatorio.
8. El día de su muerte, pocas horas antes de dar su último aliento, dijo: “Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrimiento. ¡Ah, eso es verdad! … Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor… ¡Oh, no, no me arrepiento, al contrario!”.
Un poco más tarde, y están entre las últimas palabras que pronunció, dijo: “¡Nunca hubiera creído que fuera posible sufrir tanto! ¡nunca! ¡nunca!
No puedo explicarlo sino con los ardientes deseos que tenía de salvar almas» (Novissima verba, 30 de septiembre de 1897).
9. La clave para comprender todo esto es el amor apasionado a Nuestro Señor, por el que no nos contentamos con ser amados por Él, sino que queremos amarlo como Él nos amó, entregándonos a Él para salvar almas.
Con la esperanza de que esto se haga realidad también en nuestras vidas, te bendigo y te recuerdo en la oración.
Padre Angelo