Questo articolo è disponibile anche in:
Italiano
Inglés
Español
Francés
Portugués
Pregunta
Querido Padre Angelo,
Desde pequeño mi corazón siempre ha estado lejos de Dios. Ya a la edad de 8 años empecé a maldecir a la Virgen. Cuando hice la primera Confesión no sentí nada, cuando hice la primera Comunión tampoco y lo mismo pasó cuando hice la Confirmación: no sentí nada. Iba a Misa por costumbre, me reía por dentro y la ridiculizaba. Lo que me interesaba de aquellas ocasiones era ir a comer al restaurante después de la función que para mi no era un sacramento, sino una mera formalidad. Me sorprende ver que desde ya muy joven era muy frío. Y solo estoy hablando de mi niñez, imagínense mi adolescencia. No es verdad que los niños solo tienen pecados veniales. Me consideraba católico porque iba a Misa cada dos domingos. Y, ¿por qué ir durante el verano? ¿Por qué honrar la Virgen de la Asunción cuando su fiesta cae en plenas vacaciones de verano? Eso era lo que solía pensar. Y si caían dos fiestas de precepto juntas (por ejemplo domingo 5 de enero y Reyes) nunca iba a Misa dos veces seguidas. Llegado a la adolescencia, llegué al límite de lo irrecuperable. Como no veía ningún futuro delante de mí, perdí dos años de escuela (los últimos dos de la ESO), aunque al cambiar de colegio me fue bastante mejor, pero seguía sin tener una perspectiva futura. En el nuevo colegio me fue muy bien durante los primeros años, pero después empezó un lento y paulatino descenso (aunque no tan desastroso como los dos años perdidos), y en el examen final del bachillerato me saqué una nota muy baja. Mis compañeros me tomaban el pelo porque había cambiado de colegio, y sobretodo mis compañeras de clase me tomaban el pelo por mis notas demasiado altas y por mi timidez (no creo que sea solo timidez, ya que estoy llenos de manías), hasta durante los exámenes hacía errores de propósito (haciendo trampas al revés) para sacarme una nota un poco más baja y no resultar demasiado «empollón». ¡Qué debilidad de carácter y de espíritu! Siempre en este primer año del nuevo colegio (tenía 16 años) cometí los dos pecados más graves, creo, de toda mi vida: para que mis compañeras gamberras me considerasen popular, conté una historia falsa según la cual había hecho actos sexuales con una compañera de clase (que no pertenecía al grupo de las gamberras). Lo más grave es que conté detalles tan vergonzosos (y totalmente falsos) sobre el cuerpo de esa chica que si me odia a muerte su odio nunca será suficiente para lo que me merezco. Ahora quiero hablar del pecado más grave de mi vida que cometí durante el mismo curso escolar: un domingo, después de la Misa y de la comunión, discutí con mi madre y, además de insultarla con palabras terribles, cogí el librito del Rosario y lo tiré al suelo,aunque tenía la duda de que dentro de la caja adjunta al libro había una Hostia consagrada, de todas formas tiré la Hostia también. Desde aquel momento, he experimentado el infierno en la tierra. Otro pecado grave lo cometí durante el curso escolar siguiente. Estaba ya harto de las continuas burlas de mis compañeros, entonces decidí tirar al suelo el móvil nuevo de uno de mis compañeros e insultar gravemente a una compañera de clase. Desde entonces las burlas disminuyeron mucho, pero el fin no justifica los medios. Siempre en el mismo año escolar (tenía 17 años) hice mi última Confesión (sacrílega) en la que oculté mis pecados más graves (como el que acabo de contar) y seguí comulgando de forma sacrílega. A partir de ese momento vi el Infierno sin ninguna necesidad de una visión mística (a los 18 años). Abandoné las Misas y me convertí en un ateo. A partir de aquí empezaron los deseos suicidas y maldecía el Espíritu Santo por prohibir el suicidio (19 años). Para saciar mi sed, me interesé de las prácticas budistas y algunas veces hice una especie de meditación. Creía en todo (hasta en la reencarnación) excepto en el Dios Único. Llegué al último año del bachillerato: como algunas compañeras de clase seguían tomándome el pelo de vez en cuando, en mi corazón desee que muriesen y tengo miedo de que fue una verdadera maldición, ya que una de ellas tuvo leucemia. En el mismo período empecé una terapia psicológica que no tuvo éxito y que me vi obligado a dejar. Mientras tanto experimentaba una sed que no podía calmar (ninguna filosofía y ninguna religión podía satisfacerla). Vi que mi vida no tenía sentido, la sentía como una carga inútil, no la consideraba como un regalo. Estaba tan desesperado que ya no me importaba nada ni de mí mismo ni de los otros ni de la creación. El suicidio me parecía la única solución sensata. Por otra parte, si Dios no existe y después de la muerte no hay nada, ¿qué sentido tiene seguir viviendo? Todo me parecía un desperdicio. Pero sobretodo, ¿por qué sufrir si el sufrimiento no tiene sentido? ¿Quién eres tú para dictar normas y darme juicios morales si no hay ningún camino que seguir ni una meta de otro mundo y eterna que alcanzar? Hay ateos que son buenas personas, lo sé, pero ¿no es el primer deber del hombre trascender su propia naturaleza y buscar a Alguien más grande que él? Si no es así, ¿qué es lo que nos hace diferente de los animales? Además, quien es ateo no lo es de verdad, solo ha elegido como dioses proprios las cosas creadas y las criaturas, es un idólatra. Viví en esa desesperación hasta que una voz movió algo dentro de mí, una voz que me dijo que después de la muerte no se acaba todo, es más, que el objetivo de esta vida no es la vida misma, sino que va más allá de esa vida y se llama Dios. Además, me sentí invitado a seguir el único camino que puede conducirte a este objetivo: Jesúcristo y su Iglesia Católica. A pesar de que esta voz es insistente día y noche, sigo siendo frío de corazón. He vuelto a ir a Misa esforzándome por no faltar ni a una, al menos los domingos y las fiestas de precepto. La Confesión y la Comunión siguen estando a años luz para mí. Además, sigo teniendo mucha frialdad hacia todo y todos, no veo un futuro delante de mí y lo único que quiero es morir. De vez en cuando sigo enfadándome con Dios hasta maldecirlo (maltratando las imágenes sagradas y tirando el Evangelio al suelo como si fuese un endemoniado), no puedo dejar de masturbarme y veo las chicas solo en su corporeidad. Así que estoy todavía lejos de Dios. Nunca he tenido un amigo en mi vida, no sé qué es la amistad. Si alguien me ataca con agresividad o simplemente con justa severidad, puedo llegar a ser muy malo con las palabras y, tarde o temprano, me temo que pueda ser agresivo incluso con las manos. No logro entender la diferencia entre severidad e injusta agresividad, hasta el punto que una vez amenacé a mis padres simplemente porque me hicieron algún comentario. La gente no sabe cómo actuar conmigo y yo no sé cómo actuar con los demás. Creo que los locos son mucho más sabios que yo: ¿cuál puede ser peor locura que no creer en tu Creador o, si crees en Él, seguir ofendiendo con los pecados (incluso con la blasfemia) sabiendo que es el Único que desea la verdadera y eterna felicidad tuya y de todos los hombres? Pida por mí y, tal vez necesite una poderosa bendición que derrita el hielo de mi corazón y vuelva a encender en mí la buena voluntad para, por lo menos, volver a hacer los Sacramentos de forma digna, no sacrílega como siempre he hecho.
Si pudiese experimentar al menos una pizca de dolor para mis pecados, aunque necesitaría experimentar aquí en la tierra el fuego del Purgatorio dentro de mi alma para poder expiar todos esos pecados tan graves.
Ahora tengo 23 años. Que tenga un buen día.
Respuesta del sacerdote
Querido,
1. Tu correo me ha llamado mucho la atención, tan extraño por lo que me has contado y a la vez tan claro y a veces hasta penetrante.
Me he acordado de una persona que en su día conocí directamente.
Era una persona brillante, tenía muchos talentos poco comunes pero quizás era demasiado ingenua.
Los que la conocían bien decían: «Sin duda tiene muchos talentos, pero no sabe cómo gestionarlos!».
Pero esa persona ya había superado aquel período que Dante describió con las siguientes palabras: En medio del camino de la vida.
Tú, en cambio, eres joven y espero que muy pronto puedas aprovechar de los talentos que el Señor te dio para beneficiar no solo tu vida, sino también la de muchos otros.
2. Has escrito que en un momento determinado, después de una práctica religiosa sólo exterior, te convertiste en ateo.
A pesar de eso las preguntas seguían molestándote.
Por ejemplo, si Dios no existe y la vida no tiene sentido y va acompañada inevitablemente de sufrimientos, ¿qué sentido tiene seguir viviendo?
¿Acaso no es eso desperdiciar el tiempo?
Por supuesto que pensaste en el suicidio.
Jacques Maritain con su mujer Raïssa había llegado a la misma conclusión.
Pero ambos, después de leer una buena novela, llamada La mujer pobre, recibieron de forma muy directa la gracia, recibieron el Bautismo y enriquecieron espiritualmente a muchos, llevándolos a la fe.
Raïssa, en su Diario, señaló en un momento la sorpresa de las tantas conversiones y de los muchos bautismos de intelectuales que tuvieron lugar después de su conversión.
Espero que esto pueda ocurrir a ti también y que tú puedas decir junto con san Pablo que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
Sería el mayor éxito de tu vida. Tal vez sería también el poder comprender la razón suprema por la que Dios ha sido paciente contigo, como lo fue con Pablo en su momento. Pablo, que había sido un «blasfemo, perseguidor e injuriador» (1 Tim 1,13).
3. No quiero repetir todas las reflexiones que has escrito en tu correo, sería muy largo.
Solo quiero decir que la claridad de tu mente te ha permitido volver a Dios.
Pero todavía hay algunas cosas que impiden la plenitud de la vida cristiana.
Entre ellas está la ya prolongada ausencia de la Santa Comunión de la que, gracias a Dios, empiezas a sentir la necesidad.
También está la ausencia de la Confesión.
Y en tu vida siguen existiendo pecados que son incompatibles con una vida de gracia.
4. Entre tú y Dios, a pesar de la nueva fe, hay algo parecido a lo que Abraham dijo al rico epulón que se encontraba en el Infierno y que pedía que le enviasen a Lázaro para que le refrescara la lengua: «Entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo» (Lc 16,26).
Mientras no se tenga la gracia de Dios hay un abismo que impide la comunión de corazón a corazón, que impide el sentirse una única cosa con Dio, como el mar y los peces.
Cuando no se tiene la gracia de Dios se puede pensar y creer en él. Eso pasa muy a menudo. Solo falta la comunión.
Como en el caso del rico epulón que, aunque se encuentre en el infierno, ve a Abraham de lejos y habla con él. Pero no puede disfrutar de la comunión a causa del gran abismo que hay.
5. Pues bien, te digo esto: en cuanto encuentres la gracia mediante el arrepentimiento y la Confesión, sentirás de inmediato una sensación de plenitud interior, por eso san Tomás decía que solo Dios puede satisfacerte.
Y comprenderás lo que sintió san Agustín cuando de repente notó que ya no tenía la scarna violenta y pruriginosa de la sexualidad, por lo que escribió: «¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas, tanto gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las arrojabas, y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí» (Confesiones, IX,1).
6. Hasta que no des ese paso, seguirás negando a ti mismo la experiencia más elevada de la vida cristiana.
La participación a la Misa, por muy atenta que sea, siempre irá acompañada de una cierta aridez porque la ausencia de la gracias impide que «gusten y vean qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).
Thomas Merton, un monje trapense muy conocido en los años ‘50 y ’60 del siglo pasado, decía que en los veinte o treinta minutos que seguían la comunión, cuando tenían un diálogo con el Señor,allí le parecía que estaba contenido todo el sentido de su vida.
7. Llena pues el gran abismo que te separa de Dios mediante la Confesión Sacramental.
Decídete a recibir el abrazo de Dios que lleva tiempo esperándote.
Y después de que te hayas confesado, decide confesarte de forma regular y frecuente. No esperes más de 15 días.
Tu confesión será breve (excepto la primera, claramente) y siempre la harás con el mismo cura que te acogerá con gusto porque verá en ti seriedad y voluntad de denunciar los pecados.
8. Llevas mucho tiempo necesitando «un profundo consuelo espiritual», la «paz y la tranquilidad de la conciencia» de las que se habla en el Catequismo de la Iglesia Católica. Dichos sentimientos son infundidos por Dios en el alma con el sacramento de la Penitencia o Confesión (CCC 1468).
9. Dices que deseas la contrición de tus pecados.
Esta es una de las mejores gracias.
Puedes disponerte a esta gracias examinado las razones por las que el Señor te ha dado tantos dones de todo tipo y también lamentar no haberlos utilizado según su voluntad.
Sin embargo, al tratarse de un dolor sobrenatural, no te lo puedes procurar tú solo.
Puedes y debes pedírselo a Dios como una gracia singular.
Pídeselo por intercesión de Aquella que el Señor te ha dado como Madre.
Y ya que estamos, ¿por qué no rezar un Rosario para pedir esa gracias junto con María?
También en los días que siguen la confesión recuerda pedir siempre por esta gracia y, si puedes, reza el Rosario por esta misma razón.
¡Ya verás cómo se enciende el fuego!
10. Qué bueno sería que empezaras de inmediato.
Así podrás «gestionar» los muchísimos talentos que el Señor te ha donado.
Y, además de recibir una gran ventaja para ti mismo, darás mucho fruto en la viña de la Iglesia donde el Señor te ha llamado a trabajar porque tu vida es sin duda preciosa para muchos.
Te acompaño con mis oraciones, te deseo lo mejor y te bendigo.
Padre Angelo
Traducido por Francesca Vannoni