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Hola Padre Angelo:
Me llamo Stefano y me gustaría hacerle una pregunta simple pero profunda.
¿Cómo puedo sentirme digno y reconciliado Con Dios con la Confesión?
Comienzo diciendo que me considero un creyente fervoroso. Sin embargo, me parece desconocer totalmente el modo correcto de confesarse y me siento siempre “sucio”, a pesar de lavarme con la intención de lavarme bien.
Vivo con una gran sensación de no ser digno de definirme como hijo DE Dios y trato de compensar con la oración.
Recurro esporádicamente a un excelente párroco… en él he buscado un guía espiritual, única figura capaz de dar forma humana a un Dios tan Inmenso. Sé que tendrá cientos o miles de correos electrónicos que contestar, simplemente quisiera agradar a Dios pero tengo fuertes dudas en ser digno de ser su Hijo.
A menudo lo busco en mi mente, en mi corazón, quisiera ser perfecto para Él pero muchas veces siento que soy un clavicémbalo que suena, que repite oraciones, quizás salmos, o parábolas leídas en la Santa Biblia.
A veces me alienta la Fe, la única Arma que pienso y afirmo tener, a la que me aferro con todo mi ser sabiendo que soy una «lombriz», como decía Natuzza Evolo.
He leído sobre usted y sus respuestas a preguntas más profundas y sensatas que la mía, le pido disculpas si soy inapropiado o parezco superficial, si tiene tiempo para responderme tal vez preferiría una respuesta privada.
Dios lo bendiga, muchas gracias,
Stefano.
Respuesta del sacerdote
Estimado Stefano,
1. ser hijos de Dios significa haber sido hechos partícipes de la vida misma de Dios, que es una vida de orden sobrenatural.
Nadie deviene ni puede llegar a serlo por sí mismo ya que es una realidad infinitamente superior a las capacidades de la naturaleza humana.
Si quieres un ejemplo: el hierro nunca podrá arder por sí mismo. Para hacerlo, necesita que el fuego lo alcance y lo penetre.
Esto es lo que Dios hace con nosotros: con el bautismo introduce en nuestras almas una semilla de su vida divina. Es a partir de ese momento que normalmente el ser humano se convierte en hijo de Dios.
2. Dado que esta participación en la vida divina no nos es debida, sino que nos es dada gratuitamente, la llamamos gracia.
En efecto, es llamada más propiamente «gracia santificante» porque es una benevolencia divina que nos alcanza, nos purifica, nos sana interiormente y nos eleva al orden sobrenatural.
3. Ser elevado al orden sobrenatural quiere decir adquirir la capacidad de pensar como Dios y de razonar según Dios (esta es la fe), de actuar con la ayuda y la fuerza sobrenatural que nos da Dios (esta es la esperanza teologal), de amar en modo divino, sobrenatural, propio de Dios (y esta es la caridad).
4. Entonces nos sentimos indignos de ser hijos de Dios no sólo porque no lo somos por derecho sino por la infinita benevolencia de Dios, y también porque después de haber sido santificados y sobrenaturalizados, todavía cargamos mucho lastre.
Por eso, santa Teresa del Niño Jesús pudo escribir: «Sé que todo lo que hacemos delante de ti es como un trapo sucio».
Tomó prestada esta expresión de la Sagrada Escritura y precisamente del profeta Isaías: «Nos hemos convertido en una cosa impura, toda nuestra justicia es como un trapo sucio.” (Is 64, 5).
Por lo tanto, no tenemos nada de qué jactarnos ante Dios.
En cambio, debemos agradecerle porque nos ha mostrado misericordia y porque continúa mostrándonos misericordia.
5. Es necesario añadir que en la santificación del alma, entre otros dones del Espíritu Santo, se infunde también el temor de Dios.
Aquí por temor de Dios no se entiende absolutamente el “miedo” de Dios sino el respeto y el sentido infinito de nuestra pequeñez frente a la grandeza de su amor.
Este santo temor de Dios permanecerá también en el Paraíso. Como señal de esto en el Apocalipsis leemos que cuando se cantaba Santo, Santo, Santo, todos se postraban ante el trono.
Esto es precisamente lo que dice el texto sagrado: “Cada uno de los cuatro Seres Vivientes tenía seis alas y estaba lleno de ojos por dentro y por fuera. Y repetían sin cesar, día y noche: «Santo, santo, santo es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que vendrá». Y cada vez que los Seres Vivientes daban gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postraban ante él para adorarlo, y ponían sus coronas delante del trono, diciendo: “Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad.” (Ap 4, 8-11).
6. Leemos en la vida del Santo Cura de Ars que este santo pidió un día al Señor poder ver cuán grande era su miseria personal. El Señor se la mostró. Estaba tan horrorizado que inmediatamente pidió que le quitara esa imagen porque lo oprimía y le habría impedido realizar cualquier otra acción.
7. Los santos, a medida que crecen en la santidad, sienten cada vez más su miseria personal.
Acercándose a la luz, ven todo el polvo, la suciedad y por eso fácilmente se declaran los mayores pecadores de este mundo.
Esta es también la razón por la que se confiesan muy a menudo.
Por lo tanto, existe una sensación de indignidad que es innata a nuestro ser cristianos.
8. Pero hay una sensación de indignidad que proviene también de la experiencia del pecado.
Del pecado venial en primer lugar. Y luego, sobre todo, del mortal, por ser conscientes de estar entre los que «vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo exponen a la burla de todos» (Hb 6, 6).
9. Por tanto, debemos cultivar incesantemente la virtud de la humildad para reconocer que ante Dios somos «polvo y ceniza», como se exprimió Abraham (Gn 18, 27).
10. Te respondo hoy 11 de octubre, día en que se conmemora al santo Papa Juan XXIII.
Así escribía este santo Papa en 1939 “No faltan tampoco los susurros a mi alrededor: tres “ad maiora, ad maiora” (en la jerga eclesiástica significa: a las más altas dignidades, nota del editor).
No me iludo tanto como para prestarme a sus caricias, que son, sí, una tentación también para mí. Y me esfuerzo sinceramente por ignorar estas voces, que suenan a engaño y cobardía. Las considero una broma; sonrío y paso de largo.
Por lo poco, por lo nada que soy yo en la Santa Iglesia, ya tengo mi púrpura, y es el rubor de encontrarme en este lugar de honor y responsabilidad valiendo yo tan poco.
¡Oh, qué consuelo para mí sentirme libre de estas aspiraciones de cambiar de posición y ascender! Lo considero una gran gracia del Señor. Quiera el Señor conservármela siempre» (n. 736).
Con el deseo de que crezcas cada vez más en esa humildad de corazón que te hace particularmente agradable a Dios, te bendigo y te recuerdo en la oración.
Padre Angelo