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Querido Padre Angelo,
Tengo 35 años, estoy casada desde hace dos años, tengo dos niños y me he dado cuenta de que estoy enamorada de un hombre que no es mi esposo.
Con mi marido tengo una relación tranquila, nos vemos poco, él es un padre extraordinario para nuestros hijos y los dos vivimos reconfortados por la fe en Cristo.
Hace un tiempo conocí a un amigo de la infancia de mi esposo, tiene mi misma edad, que lleva una vida sencilla y trabaja en un emprendimiento familiar en el área de la agricultura. Intercambié con él un breve intercambio de ideas, y hubo enseguida un gran feeling y una buena sintonía. Durante una fiesta pudimos hablar un buen rato y él es realmente mi hombre ideal, sea por sus ideas políticas, que por las laborales, y los valores educativos.
Es exactamente la persona que siempre soñé, de carácter fuerte y estable y no débil como el de mi marido, que desafortunadamente es muy inseguro, no toma decisiones, deja por mi cuenta cualquier cosa y piensa solamente en su trabajo mal remunerado, al que dedica todo su tiempo. Vivimos en alquiler, mis suegros no nos son de ayuda y yo ya no tengo a mis padres.
Estoy segura de que mi vida con la otra persona sería mejor, tendríamos una casa, un trabajo al aire libre y una numerosa familia como apoyo. Mi cotidianidad se está volviendo pesada, pido ayuda en la oración pero no encuentro consolación. Este pensamiento de haberme casado con la persona equivocada, me está destruyendo y a menudo lloro.
Mi marido, cuando me ve así, ríe y bromea. Yo no me animo a confesarle el motivo, porque no quiero romper la promesa que hice ante Dios, pero por dentro me siento destruida. Le ruego, confórteme de alguna manera.
Alabado sea Jesucristo.
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Respuesta del sacerdote
Muy querida
1. antes que nada debo recordarte que con el matrimonio perteneces exclusivamente a tu marido y tu marido te pertenece exclusivamente.
Ante Dios él siempre será tu esposo y tú siempre su esposa.
Recordarás muy bien la enseñanza del Señor: «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19,6).
2. Como segunda instancia deseo recordar que nuestros afectos familiares hay que protegerlos, porque es siempre cierto que «porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pd 5, 8).
A menudo el demonio se presenta de forma seductora. Como recuerda la Sagrada Escritura «se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11,14).
También a Adán y Eva se les presentó así, garantizándoles que se les abrirían los ojos y habrían sido como Dios.
Desgraciadamente, después del pecado, los ojos de Adán y Eva se abrieron y se avergonzaron uno del otro.
3. Concretamente: proteger nuestros afectos implica hacer cortes valientes a nuestro corazón, aun cuando ciertos intercambios de palabras puedan ser reconfortantes.
Bien recordarás la enseñanza del Señor: «Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena» (Mt 5, 29).
Como puedes ver la palabra del Señor se vuelve amenazadora, porque es muy alto lo que hay en juego. Queda comprometida la vida eterna: «…y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena».
4. En tercer lugar vale la pena recordar que el demonio, si por un lado seduce, por el otro engrandece a nuestros ojos los defectos del prójimo. En este caso engrandece los defectos de tu marido.
Habría quien desearía tener un marido como el tuyo, extraordinario en la educación de los hijos y sobre todo en sintonía con la fe en Jesucristo.
No te dejes encantar por tu enemigo.
5. En cuarto lugar, justamente por el hecho de que te sientes interiormente deshecha, tengo que decirte que esta relación te pone en un estado de adulterio.
El adulterio destruye.
Existe desde ya una infidelidad hacia tu marido en lo íntimo de tu corazón.
No hace falta que le digas todo, porque podrías arruinar profundamente la serenidad de la familia y de los hijos.
Es suficiente, es más, es necesario que digas esto al sacerdote en la confesión sacramental que harás con celeridad.
Este es el primer paso necesario que debes hacer para sanar tu corazón.
No olvides que la confesión es el sacramento de la sanación cristiana.
6. Te quejas porque tu marido no toma decisiones y deja todo en tus manos. Al leer estas palabras se me vino a la mente el elogio a la mujer prudente y sabia que hace la Sagrada Escritura: «Una buena ama de casa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. El corazón de su marido confía en ella y no le faltará compensación. Ella le hace el bien, y nunca el mal, todos los días de su vida»(Prov 31, 10-12).
Tu marido confía en ti. ¿Acaso no es este un signo de respeto, de aprecio, de confianza?
7. Por lo tanto te exhorto a ser fiel al pacto que hiciste con él el día de la boda, cuando prometiste que lo habrías amado y respetado toda la vida, en la buena y en la mala suerte.
El Señor te pedirá cuentas de las palabras pronunciadas en ese pacto. Te preguntará si las has custodiado, si las has protegido, si las pusiste en práctica.
Trata de darle «felicidad y no disgusto por todos los días de su vida».
8. Por fin te recuerdo que estás llamada a la santidad.
Desarmar intencionalmente una familia para crear otra, que no es para nada del agrado de Dios, no es caminar hacia la santidad.
No busques en tu marido lo que sólo el Señor puede darte.
El Señor debe ser tu consuelo en la oración.
Sí, en la oración, porque es justamente velando y orando que no caemos en la tentación (cfr. Mt 26,41).
Te aseguro un recuerdo muy especial para ti en la oración y en la Santa Misa, también para tu marido, tus queridísimos hijos, por tu familia.
Los bendigo.
Padre Angelo