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La homilía del domingo 28 de julio del fr. Jean-Thomas de Beauregard O.P.

A veces decimos de alguien, para excusarlo, que es más estúpido que malvado. Es más, o menos lo que Jesús dijo a los soldados romanos que lo estaban crucificando en el Calvario: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Y es cierto que los hombres que crucificaron a Jesús no tenían idea, en el momento en que lo hicieron, de la gravedad del acto que estaban cometiendo. Cuando el centurión se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Por lo tanto, eran más estúpidos que malvados.

Muy a menudo, cuando se produce una blasfemia, hago la misma observación a mí mismo: es más estúpida que malvada. Y muchas veces es cierto. La estupidez es lo suficientemente común que no hay mucho riesgo al apostar por ella cuando sucede algo. La maldad, la verdadera maldad, a pesar del pecado original, a pesar de la suma de los pecados personales, es más rara. Sí, a menudo el espectáculo penoso de la blasfemia ordinaria tiene más que ver con la estupidez que con la maldad.

El Espíritu Santo, que sabe lo que hace, nos da hoy para meditar sobre el relato de la multiplicación de los panes en el Evangelio de San Juan. En otras palabras, el día después de una blasfemia perpetrada por la televisión mundial, comisionada por la República francesa y financiada con los impuestos del pueblo francés, que trataba precisamente de la Cena del Señor, es decir, exactamente lo que la multiplicación de los panes prefigura en el Evangelio de San Juan. CULMINA EN LA CRUZ, donde Jesús, el pan vivo que descendió del cielo, es quebrantado por nuestros pecados para que, resucitado de los muertos, pueda ser comunicado a todos en el sacramento de la Eucaristía que celebramos en la Misa.

Esta blasfemia, me parece, es nada menos que estúpida, sino profundamente malvada. Es aún más un pecado porque en otros lugares había cosas bellas. Y a diferencia de los soldados romanos que crucificaron a Jesús, aquellos que pensaron y realizaron esta blasfemia sabían bien lo que estaban haciendo. Tenían el tiempo y los medios para pensarlo.

En cuanto al hecho de que Jesús implore a su Padre que les perdone, no lo sé. La misericordia de Dios es infinita. Pero esta blasfemia, repito, era nada menos que estúpida y profundamente malvada.

Ningún cristiano quiere que todos se arrodillen ante el misterio de la Eucaristía. Ya en el siglo III, el teólogo Lucio Cecilio Firmiano Lactancio escribía: «No pretendemos que alguien sea forzado contra su voluntad a adorar a nuestro Dios, que es el Dios de todos los hombres, le guste o no, y no nos enojamos si no es adorado».

Un cristiano puede también, si está en el estado de ánimo adecuado, sonreír ante la irreverencia de un sketch o de una película hacia la fe cristiana. Cuando Les Inconnus [trío cómico francés] parodian la Última Cena o los Monthy Python [grupo cómico británico] la Crucifixión de Jesús, podemos encontrarlo de mal gusto. Pero esta burla de lo sagrado no tiene otro objetivo que hacer reír.

La blasfemia del pasado viernes no tenía la intención de hacer reír. Por el contrario, era muy seria. De hecho, tenía todo el aspecto de una liturgia. La blasfemia no tenía el objetivo de burlarse de lo sagrado, cosa bastante dolorosa para un cristiano o para cualquiera que crea en Dios. No.

La blasfemia buscaba sustituir una cosa sagrada por otra cosa sagrada. Y para ser claros, la Eucaristía, el sacramento que es la fuente y el culmen de la vida cristiana, es pisoteada. Fuera lo viejo sagrado. Aquí está lo nuevo sagrado.

Y ustedes, pueblos de la tierra, reunidos ante el altar de la televisión y alimentados por las notificaciones de las redes sociales, adorad esta nueva deidad y comunicad con nosotros en esta religión sustitutiva. El mundo antiguo está terminado, bienvenido al nuevo mundo.

No ceder el campo del arte, del pensamiento y del discurso público a otros y limitarnos a la vida familiar. No contentarnos con denunciar o condenar perezosamente, sino responder con indiscutible excelencia precisamente en aquellos sectores que hemos abandonado a nuestros adversarios. Vivir de la Palabra de Dios recibida según la Tradición de la Iglesia y no aguada para adaptarse al gusto del día y a las mortificantes modas intelectuales del momento. Vivir de los sacramentos que Jesús ha dejado a su Iglesia, en particular la Eucaristía y la confesión.

Poner la otra mejilla cuando somos atacados, por supuesto, pero aprovechar la ocasión para abrir la boca y proclamar la verdad que nos hace libres. Finalmente, debemos reflexionar sobre lo que un autor cristiano escribió al final del siglo II, en el culmen de la persecución, en un famoso texto, la Ἐπιστολὴ πρὸς Διόγνητον [Carta a Diogneto]:

[Los cristianos] obedecen las leyes establecidas, pero su modo de vivir prevalece en perfección sobre las leyes. […] Se conforman a las costumbres locales en lo que respecta al vestuario, la comida y el modo de vivir, manifestando al mismo tiempo las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual. […] En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, los cristianos son en el mundo.

El alma está difundida en todas las partes del cuerpo, así como los cristianos están esparcidos en las ciudades del mundo. […] Los cristianos son como prisioneros en la prisión del mundo: sin embargo, son ellos quienes mantienen unido al mundo. Tan noble es la posición que Dios les ha asignado que no se les permite desertarla. Amén.