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Querido Padre Ángelo,
hay una cuestión que surge con bastante frecuencia cuando se habla, entre amigos, de «familia» y de cómo vivir las relaciones en ese contexto. En el fondo, mi pregunta es: ¿dentro de qué límites la familia «es lo primero» con respecto a los «otros» en términos de disponibilidad, sacrificio, renuncia?
Conozco gente que cree que «la familia» está inexorablemente por encima de todo lo demás, por lo que anteponen al familiar -sea cual sea la necesidad- al no familiar sin excepción. Básicamente, no puedes decir que no a un niño que necesita salir a divertirse por cuarta noche consecutiva, sea como sea, pero si el vecino se está muriendo no mueves un dedo porque no lo conoces.
En el otro extremo, conozco a personas que están tan enamoradas de su papel de «persona disponible», que cuando un amigo o conocido abre la boca y menciona vagamente un deseo oculto, hacen todo lo posible por hacerlo realidad (aunque no se lo pidan) y despertar así su admiración, pero si sus padres, o incluso su cónyuge, expresan un deseo comparable, ni siquiera le prestan atención, porque ayudar en la familia se «da por supuesto» y quizá no provoque reacciones igual de satisfactorias. Del mismo modo, veo a personas que, incluso en el ámbito cristiano, se apegan tanto a su papel en el voluntariado, por ejemplo, que descuidan en gran medida a sus familias.
Me parece que se trata de dos extremos igualmente «erróneos» que en realidad esconden una cierta autocomplacencia. ¿Cuál es la evaluación moral correcta de esta cuestión?
Le aseguro mis constantes oraciones y le agradezco una vez más.
Carlos
Querido Carlos,
1. es cierto, los extremos que me has presentado son erróneos. Tu correo electrónico me da la oportunidad de recordarte que hay un orden en el amor, en el ejercicio de la caridad.
2. En cuanto al orden de la caridad entre nosotros y el prójimo, la Sagrada Escritura nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos (Lv 19,18 y Mt 22,39), por lo que el amor a uno mismo precede al amor al prójimo, siendo su supremo análogo o ejemplar. San Agustín escribe: «Aprende primero a amarte a ti mismo… Porque si no sabes amarte a ti mismo, ¿cómo podrás amar verdaderamente a tu prójimo?» (Sermo 368).
Y Santo Tomás: «El amor con el que uno se ama a sí mismo es la forma y la raíz de la amistad: la amistad que tenemos con los demás consiste en que nos comportamos con ellos como con nosotros mismos» (Suma Teológica, II-II, 25, 4).
3. Ciertamente, el amor a la familia precede a la dedicación a los demás. La Sagrada Escritura dice: » el que no se ocupa de los suyos, sobre todo si conviven con él, ha renegado de su fe y es peor que un infiel.» (1 Tim 5,8). «Por tanto, hay que tener más caridad con los parientes», concluye Santo Tomás (Suma Teológica, II-II, 26, 7, sed contra).
4. La razón por la que hay que amar a los padres en primer lugar es la siguiente: después de Dios son los primeros en darnos la existencia. Sin embargo, los que están casados, porque se han convertido en una sola carne con su pareja y sus hijos, deben darles prioridad. Luego vienen los padres, hermanos y otros parientes según la necesidad y el grado de afinidad.
5. Sin embargo, hay una proporción entre los bienes que se van a realizar. Entre quedarse con el nieto porque el hijo sale a divertirse por cuarta noche consecutiva y no echar una mano al vecino que tiene un moribundo en casa hay una gran diferencia. Sólo hace falta sentido común para entender a quién hay que dar prioridad. Así que las graves necesidades de nuestros vecinos tienen prioridad sobre los fútiles bienes de nuestros propios seres queridos.
6. Los teólogos presentan entonces otras distinciones y dicen que nunca es lícito cometer un pecado con el pretexto de ayudar espiritualmente al prójimo, ni siquiera para liberarlo del pecado mortal. Santo Tomás dice que «nunca hay que resignarse al mal del pecado, que es incompatible con la participación en la beatitud, para liberar al prójimo del pecado» (Suma Teológica, II-II, 26, 4). Esto no significa que no se deba ayudar al prójimo. Sólo que aquí se aplica el principio establecido por San Pablo de no hacer el mal por el bien (Rom 3,8).
7. Los teólogos también recuerdan que debemos amar el bien espiritual de nuestro prójimo más que nuestro propio bien corporal. Pues el alma del prójimo participa directamente de la gloria de Dios, mientras que el cuerpo sólo lo hace indirectamente (por la redundancia proviene del alma). Por lo tanto, cuando la salvación eterna del prójimo lo requiere, uno está obligado a ayudarlo incluso a riesgo de la propia vida. Esto sucedía muy a menudo en el pasado para los sacerdotes que iban a ayudar a las víctimas de la peste en el lazareto o en sus casas.
8. Santo Tomás añade: «Cada uno está estrictamente obligado a cuidar su propio cuerpo, pero no está obligado a cuidar la salvación de su prójimo salvo en casos especiales. Por eso la caridad no exige con todo rigor que se exponga el propio cuerpo para la salvación del prójimo, salvo en los casos en que se está obligado a proveerlo. Sin embargo, pertenece a la perfección de la caridad que uno se ofrezca espontáneamente para ello» (Suma Teológica, II-II, 26, 5, ad 3).
Te agradezco sinceramente su oración constante, que correspondo con gusto.
Te bendigo. Padre Ángelo