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(de «Los milagros del Santo Domingo» por la beata Cecilia, en LIPPINI, S. Domingo visto por sus contemporáneos, ESD, Bolonia 1982, edición italiana págs. 203-206)

Una noche, el bienaventurado Padre Domingo, después de haber velado en oración en la iglesia hasta medianoche, se alejó  y entró en el dormitorio donde, habiendo acabado con las cosas para las que había venido, recomenzó  a rezar al fondo del mismo dormitorio. Mientras así rezaba, dirigiò su mirada hacia  otro lado, vislumbrando tres hermosas mujeres que se acercaban, la del medio parecía  una  dama venerable y de las tres la más hermosa y digna; de las otras dos mujeres, una llevaba un jarrón muy resplandeciente y hermoso, la otra en cambio llevaba un aspersorio que entregó a la Señora del medio, con el que roció a los frailes haciendo la señal de la cruz sobre ellos.

Así, bendiciendo  y rociando a los frailes, Ella recorrió el dormitorio. El bienaventurado Domingo siguió la escena con gran atención. Luego, levantándose de la oración, fue al encuentro de esa   Señora hasta la lámpara colgada en medio del dormitorio y, poniéndose de rodillas, aunque ya la había reconocido , le rogó que le revelara quién era.

En aquellos tiempos en Roma, en el Convento de los Frailes y las Hermanas, aún no se cantaba la hermosa y devota antífona de La Salve que comienza con Dios te salve Reina, sino que sólo se recitaba de rodillas. Respondiendo al Beato Domingo, la Señora dijo: “Soy la que invocas todas las noches. Y cuando dices “Eja ergo, advocata nostra, yo me postro  ante mi Hijo pidiendo por  la preservación de esta Orden”.

Entonces el Beato Domingo preguntó quiénes eran esas damas que estaban con Ella. La Santísima Virgen le respondió: “Una es Cecilia, la otra es Catalina”.

Dicho esto, después de terminar el recorrido bendiciendo  y rociando a los frailes que aún quedaban, desapareció.

El Beato Domingo volvió a rezar en el lugar donde había estado antes, y de repente cayó en éxtasis ante  Dios y vio al Señor y a la Santísima Virgen, sentada a la derecha, cubierta -según parecía- con un manto de color zafiro. Mirando a su alrededor, vio ante  Dios a los representantes de todas las Órdenes religiosas pero no vio a ninguno de los suyos, por lo que comenzó a llorar amargamente y, estando  lejos, no se atrevía a acercarse al Señor y a su Madre. Fue Nuestra Señora quien le hizo señas con la mano para que se acercara a Ella; pero él siguió sin  moverse hasta que también el Señor lo llamó. Entonces  se acercó  llorando y se arrodilló ante ellos.

El Señor lo  invitó a levantarse, y cuando  se levantó, le preguntó por qué lloraba tan desconsolado. “Lloro así -respondió- porque veo representantes de todas las Órdenes aquí, pero no veo a ninguno de los míos”. Entonces el Señor le dijo: “¿Quieres ver a tu Orden?”. Y él, tembloroso: “Sí, Señor”. Entonces el Señor, poniendo su mano en el hombro de la Santísima Virgen, se dirigió  de nuevo hacia el Beato Domingo: “He encomendado  tu Orden a mi Madre”. Y añadió: “Pero ¿realmente quieres verlo?”. El bienaventurado Padre respondió: “Lo quiero, mi Señor”.

La Santísima Virgen abrió de par en par el manto con el que parecía estar vestida y lo extendió  ante el Beato Domingo, a quien le pareció tan grande que podría dar cabida a toda la patria celestial , y bajo el manto  vio una muchedumbre  de sus Frailes. Arrodillándose , el Beato Domingo agradeció a Dios y a María su Madre. Y la visión desapareció.

Cuando volvió en sí , corrió inmediatamente a sonar  la campana para los Maitines, al final de los cuales convocó a los frailes en Capítulo y pronunció  un largo y hermoso sermón, exhortándoles al amor y la devoción a la Santísima Virgen María. Y, entre otras cosas, también les habló de esta visión.

El mismo Santo Domingo contó esta  visión  a Sor Cecilia y a las otras hermanas de San Sixto, , pero como si le hubiera sucedido a otra  persona. Sin embargo los frailes presentes, que ya la  habían escuchado, señalaban a las hermanas que se trataba de él.

Traducido por Riccardo Mugnaini