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Querido Padre Angelo,
desde hace poco he comenzado a seguir su interesantísimo sitio, tal vez porque a mi edad (70 años) nos volvemos más reflexivos respecto a las cosas verdaderamente importantes de la vida.
Entre otras, tengo una duda acerca del grado de libertad, y en consecuencia, de la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene al cumplir el mal y, al contrario, el grado de mérito al cumplir el bien.
Esta duda deriva de la observación, creo aceptable, de que hay personas que nacen con un temperamento manso y son las definidas “buenas”, llevadas a obedecer a las normas, otras en cambio con un carácter más difícil, rebelde, poco propensas a dejarse guiar o aconsejar.
Si esto es cierto, se podría suponer que los primeros están más favorecidos a ir por el buen camino, se diría sin mérito, mientras los segundos estarían desde el principio desfavorecidos.
Probablemente en todo esto hay algo que no capto.
Le agradezco si querrá aclararme las ideas al respecto.
Quisiera también que me recordara en sus oraciones.
Le saludo cordialmente.
Antonio
Respuesta del sacerdote
Querido Antonio,
1. tus observaciones son exactas.
Las tenía presentes también Santo Tomás de Aquino, el cual reconocía que en cada individuo hay algunas tendencias específicas, buenas o malas, que predisponen más fácilmente a actuar de una u otra manera.
2. He aquí sus palabras textuales: «Y según la naturaleza individual, en cuanto que por la disposición del cuerpo unos están mejor o peor dotados para ciertas virtudes… Así es como un hombre tiene aptitud natural para la ciencia, otro la tiene para la fortaleza, y otro la tiene para la templanza.» (Santo Tomás Suma teológica, I-II-63).
3. Para Santo Tomás se trata solamente de inclinaciones, no son todavía virtudes. Dice que “están por naturaleza en nosotros sólo aptitudinal e incoativamente, no de modo perfecto”(Ib.).
Para que germinen y sean virtuosas hay que quererlo.
No florecen espontáneamente, como ocurre para las realidades vegetales o para las pulsiones instintivas, sino que precisan de un acto humano, de la participación de la libertad, de una elección, de un consentimiento personal hacia el bien.
4. Siempre es a través de la libertad, de la elección, de la voluntad, que se generan las virtudes en el ánimo humano.
Es importante remarcar la necesidad de que cada uno se convierta en señor de estas inclinaciones, porque de lo contrario, en lugar de volvernos virtuosos, nos llenaríamos de enormes defectos.
Se puede notar que algunos hombres austeros por índole, se vuelven insensibles y duros, y en otros, que por temperamento son mansos y pacientes, se vuelven reacios a los llamados de la fortaleza.
5. Lo que tú notas acerca de las inclinaciones virtuosas vale también para las inclinaciones al mal que en algunas personas están más radicadas.
Aquí el esfuerzo para ser virtuosos es todavía mayor, pero seguramente merecedor.
6. Es bien conocido el caso de San Francisco de Sales, el santo de la mansedumbre, que no nació manso, con la virtud de la dulzura incorporada. Se volvió así con la ayuda de la gracia.
Se lee que estaba dotado de una notable sensibilidad, y sujeto a repentinos cambios de humor y arranques de ira. Era “impulsivo y fogoso”. Si lo insultaban “cambiaba de color y su rostro se encendía”. Así dicen sus contemporáneos.
Un biógrafo suyo, E.J. Lajeunie escribe: “Francisco de Sales era un verdadero saboyardo, generalmente apacible y dulce, pero capaz de cóleras terribles; un volcán debajo de la nieve. Vaugelas quiso decir que según su naturaleza estaba siempre listo a estallar coléricamente, pero todos los días se esmeraba por corregirse.
Con este temperamento vivaz y sanguíneo, su habitual dulzura estaba a menudo sometida a dura prueba; frecuentemente la cólera hervía en su cabeza como el agua en ¡una olla sobre el fuego!
Lo herían mucho las palabras insolentes y groseras, los gestos vulgares. (…).
En 1619 en París confesaba que seguía teniendo arranques de ira en su corazón y tenía que sujetar las riendas ¡con las dos manos!” (È. J. Lageunie, St. François de Sales. L’homme, la pensée, l’action, t. II, p. 118-119).
7. Su secreto era este: “Hice un pacto con mi lengua, no decir una palabra mientras estuviera colérico.
Por gracia de Dios pude tener la fuerza de frenar la pasión de la cólera, a la que estaba naturalmente inclinado”.
8. Tú dices: algunos estarían favorecidos de antemano.
Pero si tenemos presente que la sentencia sobre nuestra vida la pronunciará Dios que escruta los corazones, veremos que al final algunos de los primeros serán considerados últimos y de los últimos primeros.
Lo único que vale, en fin de cuentas, es el juicio de Dios.
Por esto comprendemos mejor todavía la advertencia de Nuestro Señor: No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 37).
«El hombre ve la apariencia, pero el Señor escruta el corazón» (1 Sam 16,7).
Te bendigo, te deseo todo bien, y te recuerdo en la oración.
Padre Angelo