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Pregunta

Hola padre,

Querría preguntarte si es posible que algunos de nuestros errores que nos alejan de la comunión con el Señor repercutan en los demás.


Respuesta del sacerdote

Muy querido,

1. sí, esto es evidente en la Sagrada Escritura.

El pecado de Adán ha tenido repercusiones en toda la humanidad, que soporta el peso de sus consecuencias.

Además, el pecado abre una brecha para nuestro adversario. En el libro de Job, Satanás acusa a Dios de no poder ejercer su poder negativo sobre Job porque Dios le ha puesto un cerco protector a su alrededor (Job 1:10). Este cerco es un símbolo de la gracia de Dios.

Cuando nos privamos de Su gracia, abrimos la puerta a nuestro adversario que «no viene sino para robar, matar y destruir» (Jn 10,10).

2. Ahora bien, quienes están cerca de nosotros pueden verse afectados de diversas maneras por esta devastación provocada por el demonio.

A veces se ve de manera tangible y externa, como en quien pierde dinero en el juego y acarrea a su familia en la pobreza.

O en alguien que termina en la cárcel por una grave injusticia y toda su familia se ve afectada por la vergüenza y la deshonra.

A veces nuestro pecado, provocando nerviosismo o indocilidad en quienes lo cometen, hace también pagar la pena a los demás que tienen que soportarnos.

3. También podemos considerar otro aspecto del reflejo de nuestros pecados, evidenciado por Juan Pablo II en Reconciliatio et paenitentia cuando habla del pecado social.

Es un reflejo invisible pero real.

Este santo Papa dice que debemos “reconocer que en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que «toda alma que se eleva, eleva al mundo» (La expresión es de una escritora francesa, Elisabeth Leseur,Journal et pensées de chaque jour, Paris 1918, p. 31).

A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero.

En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. 

Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. 

Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social.» (RP 16).

4. También puede ocurrir que el pecado cometido sea tan grave que cause una profunda privación de la gracia por la que también se ven afectados los demás.

Por ejemplo: con el pecado del faraón que había ordenado el exterminio de los varones judíos recién nacidos, la muerte tuvo un reflejo negativo en todo el pueblo: la muerte de todos los primogénitos de los egipcios.

El Faraón, privándose de la gracia, también privó de defensas al pueblo que le había obedecido.

Sólo se salvaron las parteras que hicieron objeción de conciencia (Ex 1:17.21).

5. Así también David, por el grave pecado que había cometido (cf. 2 Sam 12, 9), privó a su casa de la bendición divina y la abrió a las incursiones del adversario común.

Éste es el significado de lo que leemos: «No obstante, porque con esto has ultrajado gravemente al Señor, el niño que te ha nacido morirá sin remedio» (2 Sam 12:14).

6. No se trata de traer a colación el castigo de Dios. Este lenguaje, que está presente en la Sagrada Escritura, es siempre un lenguaje antropomórfico. Y, por lo tanto, debe ser traducido.

La realidad, sin embargo, es ésta: el hombre es siempre el artífice de sus propios males, directa o indirectamente.

Es una causa indirecta cuando con el pecado se abre por sí mismo a la devastación de Satanás.

7. Al mismo tiempo es cierto que Dios, precisamente para contrarrestar la acción de Satanás (a pesar de que somos tan listos en abrirle nuestras puertas), envía la ayuda de los Ángeles y en particular del Ángel de la Guarda para nuestra defensa y protección.

Pero a veces el hombre no acepta, al contrario, rechaza la ayuda que viene del Cielo. Al sustraerse a la gracia, queda indefenso él mismo y quita las defensas también a los demás. Y con gran locura, sin saberlo, prefiere entregarse a su enemigo, que “no viene sino para robar, matar y destruir» (Jn 10,10).

Con el deseo de que siempre estés protegido por el cerco que circundaba a Job (Job 1,10), te aseguro mis oraciones y te bendigo.

Padre Angelo