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Querido Padre Angelo,
le escribo pues necesito su consejo y su apoyo para mi vida espiritual, que anda descarriada.
Desde hace más de un año, mi relación con el Señor, que siempre había sido buena, está comprometida.
Me crié en la diócesis de…, fui siempre activo en la Parroquia y en la Diócesis, fui responsable de la pastoral juvenil y presidente diocesano de la Acción Católica. También después de haberme mudado a la diócesis de… cuando me casé, siguió mi compromiso en la parroquia y hasta el lockdown de marzo del 2020 llevaba la comunión a los ancianos del geriátrico como ministro extraordinario de la eucaristía.
La causa de mi crisis es el sufrimiento, no solamente el que concierne a mi vida familiar, sino también al del mundo (Auschwitz, Covid, guerras, personas que mueren de hambre, etc.).
Varios sufrimientos que ha padecido mi familia (también a causa del Covid) generaron sentimientos de miedo y rabia, hasta convertirse en un sordo rencor.
En el mes de julio de 2020 dejé de ir a Misa y luego también de rezar: desde hace mucho tiempo me parece que mi grito de súplica no es escuchado; no me fue concedido ni un poco de luz, ni un poco de paz, ni la más mínima consolación que pudiera aliviarme de las numerosas penas que me postraron.
En esta gran oscuridad por la que atravieso, por lo menos he conservado la fidelidad y la perseverancia en respetar lo que un anciano sacerdote de Bolonia me sugirió: la lectura cotidiana de un pasaje del Nuevo Testamento (después de haberlo hecho con los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, estoy leyendo las epístolas de Pablo), pero sin obtener ningún fruto, es más, hallando en las Escrituras más motivaciones para quejarme.
Me planteo la misma pregunta que el autor de la carta a los Romanos: “¿Diremos por eso que Dios es injusto?” (Rm 9,14). Pero la respuesta que espontáneamente me doy es diferente. Me parece que no solamente hayan injusticias, sino que sean demasiadas y demasiado grandes, sobre todo en la historia y en el mundo.
En relación a mis asuntos personales, la Escritura me da las palabras para una primera objeción: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos” (Lc 15,29).
No se me ocurrió nunca pensar que fuera posible evitar sufrimientos y adversidades, pero me apena que, en el momento de la prueba, me parece que no he recibido ningún signo de consolación, que ingenuamente esperaba.
Una de las frases que más he amado de toda la Escritura, me suena aun como una promesa no mantenida: “No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”(Fil 4, 6-7). Lo que más me ha hecho sufrir, no es tanto el hecho de no haber sido escuchado, sino el no haber recibido esa paz, lo que me hace sentir como si fuera rechazado y marginado.
La verdad es que no sé qué hacer para volver a confiar. Entiendo que no hay recetas baratas, pero lo mismo quiero pedirle algún consejo, porque estoy a punto de cortar todo canal de comunicación con el Señor y hacer etsi Deus non daretur pues la situación actual me está dejando demasiado descorazonado.
Le agradezco y le saludo con gran estima.
Davide
Respuesta del sacerdote
Querido Davide,
recién hoy he dado con tu mail del 3 de noviembre de 2021. Lo siento y te pido disculpas.
1. Has frenado en tu vida espiritual ante la presencia del mal.
Vives la experiencia de los discípulos de Juan, los que se escandalizaron al ver al Mesías, esperado en poder y gloria, en la humildad de la vida humana, sin un lecho donde dormir.
A los que habían ido a preguntarle si era él, a quien debían esperar, Jesús, después de haber mostrado con los milagros que las profecías que a él se referían se habían cumplido, concluye: «¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!» (Mt 11,6).
Habrían visto al Cristo en peores condiciones: arrestado, esposado como un malhechor, crucificado en medio de dos ladrones, como si él fuera el peor.
Sin embargo era este el camino que debía recorrer para llevar a cabo la redención.
2. En la oración al finalizar el Ángelus decimos: “Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del Ángel, hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, y con la intercesión de la Virgen María, a la gloria de la resurrección”.
Le pedimos que llegue a la gloria de la resurrección participando de su cruz.
En los Hechos de los Apóstoles Pablo y Bernabé confirmaban a los discípulos y los exhortaban a que permanecieran firmes en la fe: «recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hech 14, 22).
3. Radica en nosotros la tentación típica de los hebreos del Antiguo Testamento que esperaban del Mesías una bendición de tipo temporal.
En cambio Jesucristo dice: «Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6,33).
Mediante la voz del autor de la carta a los Hebreos recuerda que “non habemus hic manentem civitatem” (“no tenemos aquí abajo una ciudad permanente”; Hebr 13, 14).
4. Después de haber leído a San Pablo, que afirma: “No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4, 6-7) esperabas la paz.
Al no recibirla quedaste decepcionado.
Olvidaste que la paz que Cristo vino a traer no coincide con la ausencia de preocupaciones.
Jesús, su persona, su presencia en nosotros, es nuestra paz.
San Pablo dice que Cristo es nuestra paz porque “él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad en su persona” (Ef 2,14).
5. Para gozar de esta presencia hace falta que todo sea puro en nuestra vida: es necesario tener pureza en nuestra mente, en nuestro corazón (sentimientos) y en nuestro cuerpo.
El camino de la paz es la humilde confesión sacramental, que por medio de la infusión de la gracia lava nuestra alma.
Una vez conformados según los sentimientos de Cristo es posible tener la paz en nuestro interior de la misma manera en que Cristo la poseía estando en la cruz.
Esto mismo es lo que quería manifestar el Beato Angélico cuando representaba sus crucifijos. El tormento está reflejado en Santo Domingo que llora a los pies de la cruz. Llora por los que no acogen a Cristo y a sus preciosísimos méritos.
Sin embargo Cristo, no obstante esté en la cruz, está en la paz. Es más, es la paz.
Con el augurio que esto se pueda cumplir en todos nosotros, te bendigo, te deseo una feliz prosecución de las festividades navideñas y te recuerdo en la oración.
Padre Angelo